A continuación, se comentan, en orden cronológico, algunas de las obras del maestro de Pisa.
1610 - Sidereus nuncius, El mensajero de las estrellas
En 1609 Galileo interesado por los trabajos de óptica del ambiente artesanal holandés, fabrica su propio anteojo. No lo toma como un "curioso instrumento" desdeñado por la ciencia oficial, construido para el entretenimiento de los miembros de las cortes o para su inmediata utilidad militar, sino que lo dirige hacia el cielo, con espíritu metódico y mentalidad científica. Lo que ve lo deja maravillado. Descubre un cielo poblado de innumerables objetos celestes, nuevas estrellas, la estructura real de la Vía Láctea, y los planetas con su disco perfilado, en el caso de Venus a modo de luneta con sus fases y Saturno como "triple", que siempre lo dejó dudoso con el escaso poder de 30 aumentos de su refractor. El paisaje lunar se le revela accidentado e irregular como el terrestre; todo lo cual, hace tambalear el dogma de "perfección" en las alturas que prevalecía oficialmente desde Ptolomeo.
Sidereus Nuncius
El 7 de enero de 1610 observa tres "stellas" alineadas junto a Júpiter, dos a la derecha y una a la izquierda. La noche siguiente las ve de nuevo pero en diferente posición, todas del lado occidental. El día 10, dos están al oriente y una como oculta por el planeta. El día 12, luego de dos horas de observación, asiste a la desaparición de la tercera estrella y el 13 aparecen cuatro "estrellas". Son las lunas de Júpiter que llamó "Sidera Medicea" en honor de Cosme II de Médicis, quien el 10 de julio lo nombra "Primer Matemático y Filósofo del Gran Duque de Toscana".
En 1610 publica: «Sidereus Nuncius», obra donde expone sus descubrimientos. En abril es recibido en Roma por Pablo V e inscrito en el libro de honor de la Accademia dei Lincei.
La obra comienza por nombrar los descubrimientos realizados con su telescopio (o como primeramente fue llamado por Galileo “perspicillum”, del latín “perspicio”, algo así como mirar con cuidado y detenimiento) y cómo fue su génesis:
“Bellísimo y milagrosamente placentero es ver el cuerpo de la Luna, que dista de nosotros una distancia casi equivalentes a 60 radios terrestres, tan cercano como si distase solo dos radios, agrandando el diámetro mismo de la Luna casi 30 veces, su superficie casi 900, el volumen casi 27.000 veces más grande que cuando se observa a ojo desnudo. Gracias a esta experiencia cualquiera puede comprender que la Luna no posee una superficie lisa y pulida sino escabrosa y desigual y, como la de la Tierra, llena de grandes elevaciones, profundas cavidades y desfiladeros. Además no me parece poca cosa el haber terminado con las controversias en torno a la Galaxia, o Vía Láctea, y haber hecho patente su naturaleza tanto a los sentidos como al intelecto, así como es grato y hermoso poder demostrar que la sustancia de los astros hasta ahora llamados nebulosas es totalmente distinta de cuanto hasta ahora se había creído. Pero lo que por mucho es lo más maravilloso (y nos obliga a informar a todos los astrónomos y filósofos) es el haber descubierto cuatro astros errantes, por nadie (antes que por nosotros) conocidos ni observados, que a semejanza de Venus y Mercurio alrededor del Sol, cumplen sus revoluciones alrededor de un astro conspicuo entre los conocidos, a veces precediéndolo, a veces siguiéndolo, pero sin adelantársele más allá de ciertos límites.”
Sobre los telescopios que construyó escribió:
“Hará unos diez meses nos llegó la noticia de que un flamenco había construido un telescopio, por medio del cual los objetos visibles, aunque se encontraran muy distantes del observador, se veían en detalle como si estuvieran muy cerca. Sobre este admirable efecto corrían voces, algunos les daban fe, otros no. El asunto me fue confirmado pocos días después a través de una carta del noble francés llamado Iacopo Badovere, de París; y ésta fue la causa de que me dedicase por completo a averiguar los medios para lograr la invención de un instrumento similar, lo que conseguí poco después, basándome en la teoría de las refracciones. Primero preparé un tubo de plomo en cuyos extremos apliqué dos lentes, ambas planas de un lado, mientras que una tenía el otro lado convexo y la otra lo tenía cóncavo. Puesto el ojo en la parte cóncava vi los objetos bastante grandes y próximos, tres veces más cercanos y nueve veces más grandes de como se ven a simple vista. Luego preparé un instrumento más exacto, que mostraba los objetos sesenta veces más grandes. Y finalmente, sin reparar en gastos y fatigas, llegué a construirme un instrumento tan excelente que los objetos vistos a través suyo aparecen casi mil veces más grandes y treinta veces más cercanos que a ojo desnudo. Sería completamente superfluo señalar cuantas y cuales son las ventajas de un instrumento semejante para las observaciones terrestres y marítimas. Pero dejadas de lado las terrestres, me dediqué a las especulaciones celestes, y primero vi la Luna tan cercana como si estuviese a una distancia de apenas dos radios terrestres. Después de esto, con increíble placer en el alma, observé muchas veces las estrellas, fijas y errantes; y como las vi tan nítidas, comencé a estudiar el modo de calcular sus distancias, y finalmente lo logré”.
Con base en Aristóteles, se consideraba que la región celeste era perfecta, la imperfección y el cambio se creían relegados a la región sublunar, a la Tierra. Veamos lo primero que los maravillados ojos de Galileo observaron:
“En primer lugar trataremos la cara de la Luna que podemos ver. Por razones de claridad, la dividí en dos partes, más clara una y más oscura la otra. La más clara parece circundar y llenar todo el hemisferio, la más oscura oscurece como una nube la misma faz de la Luna y la hace aparecer llena de manchas. De estas manchas, aunque oscuras y bastante amplias, visibles para cualquiera, siempre se tuvo noticia, por lo que las llamaremos grandes o antiguas, a diferencia de otras manchas menores por su amplitud, pero tan frecuentes que cubren toda la superficie luna, sobre todo la parte más luminosa, de las que fuimos los primeros en verlas. Por la continua observación de tales manchas llegamos a la conclusión de que la superficie de la Luna no es pulida, uniforme y completamente esférica, como un gran número de filósofos cree de ella y de otros cuerpos celestes, sino que es desigual, escabrosa y con muchas cavidades y elevaciones, una superficie no muy diversa de la de la Tierra, con cadenas de montañas y profundos valles”.
El descubrimiento de las manchas solares (realizado meses después de publicar el libro que traducimos) confirmará que el universo está en cambio perpetuo. No debemos olvidar que antes de Galileo se pensaba que no había más estrellas que las observables a simple vista. Era un universo al servicio del hombre (¿para qué habría estrellas que no pudiéramos ver?), ahora el hombre se empequeñece frente al Universo:
“Digna de nota parece también la diferencia de aspecto entre el aspecto de los planetas y el de las estrellas fijas. Los planetas presentan sus globos exactamente redondos y definidos y, como pequeñas lunas luminosas, aparecen circulares. Las estrellas fijas, en cambio, no parecen tener un contorno circular sino que, centelleando siempre, presentan fulgores vibrantes alrededor de sus rayos. Presentan la misma figura a ojo desnudo que vistas con el telescopio, pero más grandes, observándose una estrella de quinta o sexta magnitud como si fuese la Canícula, la más grande de las estrellas fijas. Pero más allá de las estrellas de sexta magnitud se verá con el telescopio un increíble número de otras, invisibles a nuestra vista: de hecho se pueden ver más de estas que todas las comprendidas en las seis magnitudes completas, las mayores de las cuales (que podemos llamar de séptima magnitud o primera de las invisibles), con la ayuda del telescopio, aparecen más grandes y luminosas que las estrellas de segunda magnitud vistas a simple vista. Y para prueba de su número inimaginable quise acompañar los dibujos de dos constelaciones a fin que, con su ejemplo, el lector pueda imaginar las restantes. En el primero me había propuesto abarcar toda la constelación de Orión, pero el enorme número de estrellas y la falta de tiempo hicieron que dejara la empresa para otra ocasión. Sin embargo, existen diseminadas en torno a las estrellas conocidas, en el espacio de uno o dos grados, más de quinientas, por ello agregaremos a las tres estrellas conocidas del cinturón y a las seis de la espada otras 80 recientemente descubiertas”
1615 – Carta a Cristina de Lorena
El 1611 un jesuita alemán, Christof Scheiner, había observado las manchas solares publicando bajo seudónimo un libro acerca de las mismas. Por las mismas fechas Galileo, que ya las había observado con anterioridad, las hizo ver a diversos personajes durante su estancia en Roma, con ocasión de un viaje que se calificó de triunfal y que sirvió, entre otras cosas, para que Federico Cesi le hiciera miembro de la Accademia dei Lincei que él mismo había fundado en 1603 y que fue la primera sociedad científica de una importancia perdurable.
Bajo sus auspicios se publicó en 1613 la "Istoria e dimostrazione interno alle macchie solari", donde Galileo salía al paso de la interpretación de Scheiner, quien pretendía que las manchas eran un fenómeno extrasolar («estrellas» próximas al Sol, que se interponían entre éste y la Tierra). El texto desencadenó una polémica acerca de la prioridad en el descubrimiento, que se prolongó durante años e hizo del jesuita uno de los más encarnizados enemigos de Galileo, lo cual no dejó de tener consecuencias en el proceso que había de seguirle la Inquisición. Por lo demás, fue allí donde, por primera y única vez, Galileo dio a la imprenta una prueba inequívoca de su adhesión a la astronomía copernicana, que ya había comunicado en una carta a Kepler en 1597.
Ante los ataques de sus adversarios académicos y las primeras muestras de que sus opiniones podían tener consecuencias conflictivas con la autoridad eclesiástica, la postura adoptada por Galileo fue la de defender (en una carta dirigida a mediados de 1615 a Cristina de Lorena) que, aun admitiendo que no podía existir contradicción ninguna entre las Sagradas Escrituras y la ciencia, era preciso establecer la absoluta independencia entre la fe católica y los hechos científicos. La carta comienza así:
“A la Serenísima Señora la Gran Duquesa Madre:
Hace pocos años, como bien sabe vuestra serena alteza, descubrí en los cielos muchas cosas no vistas antes de nuestra edad. La novedad de tales cosas, así como ciertas consecuencias que se seguían de ellas, en contradicción con las nociones físicas comúnmente sostenidas por filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores, como si yo hubiera puesto estas cosas en el cielo con mis propias manos, para turbar la naturaleza y trastornar las ciencias. Olvidando, en cierto modo, que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso de la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su debilitamiento o destrucción.
Al mostrar mayor afición por sus propias opiniones que por la verdad, pretendieron negar y desaprobar las nuevas cosas que, si se hubieran dedicado, a considerarlas con atención, habrían debido pronunciarse por su existencia. A tal fin lanzaron varios cargos y publicaron algunos escritos llenos de argumentos vanos, y cometieron el grave error de salpicarlos con pasajes tomados de las Sagradas Escrituras, que no habían entendido correctamente y que no corresponden a las cuestiones abordadas. No habrían caído en este error si hubieran prestado atención a un texto de San Agustín, muy útil a este respecto, que concierne a la actitud que debe adoptarse en lo referente a las cuestiones oscuras y difíciles de comprender por la sola vía del discurso; al tratar el problema de las conclusiones naturales referentes a los cuerpos celestes escribe:
«Ahora, pues, observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. XVII).”
Sobre la interpretación de las Sagradas Escrituras
“El motivo, pues, que ellos aducen para condenar la teoría de la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol es el siguiente: que leyéndose en muchos párrafos de las Sagradas Escrituras que el Sol se mueve y la Tierra se encuentra inmóvil, y no pudiendo ellas jamás mentir o errar, de ahí se deduce que es errónea y condenable la afirmación de quien pretenda postular que el Sol sea inmóvil y la Tierra se mueva.
Contra dicha opinión quisiera yo objetar que, es y ha sido santísimamente dicho, y establecido con toda prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar equivocadas, siempre que sean bien interpretadas; no creo que nadie pueda negar que muchas veces el puro significado de las palabras se halla oculto y es muy diferente de su sonido. Por consiguiente, no es de extrañar que alguno al interpretarlas, quedándose dentro de los estrechos límites de la pura interpretación literal, pudiera, equivocándose, hacer aparecer en las Escrituras no sólo contradicciones y postulados sin relación alguna con los mencionados, sino también herejías y blasfemias: con lo cual tendríamos que dar a Dios pies, manos y ojos, y, asimismo, los sentimientos corporales y humanos, tales como ira, pena, odio, y aun tal vez el olvido de lo pasado y la ignorancia de lo venidero.
Así como las citadas proposiciones, inspiradas por el Espíritu Santo, fueron desarrolladas en dicha forma por los sagrados profetas en aras a adaptarse mejor a la capacidad del vulgo, bastante rudo e indisciplinado, del mismo modo es labor de quienes se hallen fuera de las filas de la plebe, el llegar a profundizar en el verdadero significado y mostrar las razones por las cuales ellas están escritas con tales palabras”.
1623 – Il Saggiatore, El ensayador
Con la aparición en 1618 de tres cometas en la constelación de Scorpio, se reintroduce la cuestión copernicana y años más tarde, en 1623 se imprime en Roma la obra: “Il Saggiatore”, tal vez su libro más controvertido, por la agria discusión, sobre la naturaleza de los cometas, con el jesuita Orazzo Grassi.
Il Saggiatore
Galileo emprendió probablemente esta polémica porque le parecía que las ideas de Grassi se podrían utilizar para apoyar el geocentrismo de Tycho Brahe contra el heliocentrismo de Copernico. A su vez, Grassi respondió con su Libra, publicada bajo el seudónimo de Lothario Sarsi. Escribir bajo un seudónimo no era inusual entre los jesuitas cuando discutían temas no teológicos, pues no deseaban implicar a su orden religiosa en esas discusiones. Los amigos de Galileo le animaban a replicar, cosa que él hizo en 1623.
En este texto de Galileo, que forma parte de los fundamentales para comprender la historia de la Física, podemos comprobar cómo la matemática es considerada no sólo instrumento ineludible en el estudio del universo, sino también, y esto es lo más importante, esencia del universo.
El principio de la obra se refiere a los caracteres en que está escrito el libro de la naturaleza:
"Me parece, por lo demás, que Sarsi tiene la firme convicción de que para filosofar es necesario apoyarse en la opinión de cualquier célebre autor, de manera que si nuestra mente no se esposara con el razonamiento de otra, debería quedar estéril e infecunda; tal vez piensa que la filosofía es como las novelas, producto de la fantasía de un hombre, como por ejemplo la Ilíada o el Orlando furioso, donde lo menos importante es que aquello que en ellas se narra sea cierto. Sr. Sarsi, las cosas no son así. La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a conocer los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto".
Si el cosmos está escrito en caracteres matemáticos, el científico ha de descubrir sus leyes, más allá de las figuraciones de su sensibilidad (olores, sabores, sonidos o colores). En la segunda parte escribe:
"Así pues, que en los cuerpos externos, para excitar en nosotros los sabores, los olores y los sonidos, se requiera algo más que magnitudes, figuras, cantidades y movimientos lentos o veloces, yo no lo creo; considero que eliminados los oídos, la lengua y las narices, sólo quedan las figuras, los números y los movimientos, pero no los olores, ni los sabores, ni los sonidos, los cuales, sin el animal viviente no creo que sean otra cosa sino nombres, como precisamente no son otra cosa que un nombre las cosquillas y el cosquilleo, eliminadas las axilas y la piel que está en torno a la nariz [...]. Habiendo ya visto cómo muchas sensaciones que son consideradas como cualidades residentes en los sujetos externos no tienen realmente más existencia que en nosotros, ya que fuera de nosotros no son sino nombres, digo que me inclino a creer que el calor es una de estas sensaciones, y que esas materias que producen y nos hacen sentir calor, consisten en una multitud de partículas mínimas, configuradas de tal y cual manera, movidas con tal y cual velocidad, las cuales al chocar con nuestro cuerpo, lo penetran debido a su suma sutilidad, y su contacto, realizado en el paso a través de nuestra substancia, es sentido por nosotros en la sensación que llamamos calor".
1632 – Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, Diálogo sobre los principales sistemas del mundo
En 1623 sube al trono pontificio el cardenal Barberini, con el nombre de Urbano VIII, que siempre había demostrado gran afecto por Galileo. Le parece entonces oportuno a Galileo defender el sistema copernicano en un libro, e inicia su libro "Diálogo". Lo termina de escribir en 1629.
Diálogo
Fue publicado en Florencia en 1632, e inmediatamente devino en fuerte polémica, que finalizó en acusación formal por "sospechas graves de herejía" ante la Inquisición y posterior condena del autor.
Así la acogida del libro fue muy distinta a lo que Galileo esperaba. El problema principal fue el cambio de actitud del papa Urbano VIII hacia Galileo. Según algunos, debido a que los enemigos de Galileo habrían convencido al Papa que Simplicio, uno de los personajes del “Diálogo”, lo encarnaba a él.
El libro fue a continuación incluido en el Índice de publicaciones prohibidas, del cual no fue eliminado hasta 1822.
En este libro —escrito con fines divulgativos en italiano y no en el latín usual de la bibliografía académica de la época— Galileo utiliza tres personajes que durante cuatro días dialogan en Venecia sobre las visiones aristotélica–ptolemaica y copernicana del Universo.
Personajes de la obra:
Salviati, defensor del sistema copernicano. Representa la propia visión de Galileo. Llamado "el académico" en honor a la membresía de Galileo en la Accademia dei Lincei, el nombre proviene del apellido de uno de sus amigos: Filipo Salviati.
Simplicio, quien aboga por el sistema de Ptolomeo y Aristóteles. Es una amalgama grotesca de Ludovico delle Colombe y Cesare Cremonini, académicos de visión conservadora y rivales del autor. El nombre del personaje proviene del filósofo homónimo del siglo XVI, férreo defensor de los fundamentos aristotélicos. Su posición ha sido caracterizada como una sátira del mismo Papa.
Sagredo es un neófito inteligente que representa la visión neutral de quien busca la verdad sin aferrarse a dogma alguno. Es nombrado en honor al amigo de Galileo, Giovanfrancesco Sagredo.
(Mientras escribía el libro, Galileo se refería a la obra como el Diálogo sobre las mareas, y éste fue el título con el que lo presentó a la Inquisición al pedir su aprobación: Diálogo sobre la bajamar y el flujo de los mares. Se le ordenó suprimir toda mención a las mareas del título y cambiar el prefacio, con el argumento de que dar permiso para ese título implicaría aprobar la teoría subyacente sobre el referido fenómeno, que intentaba demostrar el movimiento de la Tierra desde un punto de vista puramente físico. Como resultado, el título formal fue reducido a Diálogo, seguido del nombre de Galileo y sus cargos académicos, con un largo subtítulo a continuación).
Extracto de uno de los diálogos sobre el movimiento de la Tierra:
“SAGREDO. ¿Qué decís, Sr. Simplicio? ¿Os parece que el Sr. Salviati domina y sabe explicar los argumentos ptolemaicos y aristotélicos? ¿Creéis que algún peripatético domina igualmente las demostraciones copernicanas?
SIMPLICIO. Si no fuera por el buen concepto que, con las conversaciones que hemos mantenido hasta ahora, me he formado de la solidez de la doctrina del Sr. Salviati y de la agudeza de ingenio del Sr. Sagredo, yo, con vuestra venia, podría partir sin oír más. Pues me parece imposible que se puedan contradecir experiencias tan palpables y querría, sin oír más, mantenerme en mi opinión anterior, porque me parece que aún en el caso de que fuese falsa, el estar apoyada sobre argumentos tan verosímiles la haría excusable. Y si eso son falacias, ¿qué demostraciones verdaderas fueron nunca tan bellas?
SAGREDO. Oigamos, pues, las respuestas del Sr. Salviati, que si son verdaderas es forzoso que sean aún más bellas, infinitamente más bellas, y que aquellas sean feas, incluso feísimas, si es verdadera la proposición metafísica de que lo verdadero y lo bello son una misma cosa, como también lo falso y lo feo. Pero, Sr. Salviati, no perdamos más tiempo.
SALVIATI. Si recuerdo bien, el primer argumento propuesto por el Sr. Simplicio fue el siguiente. La Tierra no puede moverse circularmente porque tal movimiento le sería violento y, por tanto, no perpetuo. La razón de que fuera violento era que, si fuese natural sus partes también se moverían naturalmente en círculo, lo que es imposible porque lo natural de sus partes es moverse con movimiento recto hacia abajo. A esto respondo que me hubiera gustado que Aristóteles hubiese hablado más claro cuando dice «Las partes también se moverían circularmente», porque este «moverse circularmente» puede entenderse de dos modos: uno es que cada partícula separada de su todo se moviese circularmente en torno a su propio centro, describiendo sus pequeños circulillos; el otro es que, al moverse todo el globo en torno a su centro en veinticuatro horas, las partes también girasen en torno al mismo centro en veinticuatro horas. El primer modo sería una impertinencia no menor que si uno dijese que en la circunferencia de un círculo es necesario que cada parte sea un círculo, o bien que puesto que la Tierra es esférica, es necesario que cada parte de la Tierra sea una bola, porque así lo requiere el axioma Eadem est ratio totius et partium. Pero sí entendía lo otro, es decir que las partes, a imitación del todo, se moverían naturalmente en torno al centro de todo el globo en veinticuatro horas, yo afirmo que lo hacen. Y a vos, sustituyendo a Aristóteles, os tocará probar que no.”
(Mientras escribía el libro, Galileo se refería a la obra como el Diálogo sobre las mareas, y éste fue el título con el que lo presentó a la Inquisición al pedir su aprobación: Diálogo sobre la bajamar y el flujo de los mares. Se le ordenó suprimir toda mención a las mareas del título y cambiar el prefacio, con el argumento de que dar permiso para ese título implicaría aprobar la teoría subyacente sobre el referido fenómeno, que intentaba demostrar el movimiento de la Tierra desde un punto de vista puramente físico. Como resultado, el título formal fue reducido a Diálogo, seguido del nombre de Galileo y sus cargos académicos, con un largo subtítulo a continuación).
Extracto de uno de los diálogos sobre el movimiento de la Tierra:
“SAGREDO. ¿Qué decís, Sr. Simplicio? ¿Os parece que el Sr. Salviati domina y sabe explicar los argumentos ptolemaicos y aristotélicos? ¿Creéis que algún peripatético domina igualmente las demostraciones copernicanas?
SIMPLICIO. Si no fuera por el buen concepto que, con las conversaciones que hemos mantenido hasta ahora, me he formado de la solidez de la doctrina del Sr. Salviati y de la agudeza de ingenio del Sr. Sagredo, yo, con vuestra venia, podría partir sin oír más. Pues me parece imposible que se puedan contradecir experiencias tan palpables y querría, sin oír más, mantenerme en mi opinión anterior, porque me parece que aún en el caso de que fuese falsa, el estar apoyada sobre argumentos tan verosímiles la haría excusable. Y si eso son falacias, ¿qué demostraciones verdaderas fueron nunca tan bellas?
SAGREDO. Oigamos, pues, las respuestas del Sr. Salviati, que si son verdaderas es forzoso que sean aún más bellas, infinitamente más bellas, y que aquellas sean feas, incluso feísimas, si es verdadera la proposición metafísica de que lo verdadero y lo bello son una misma cosa, como también lo falso y lo feo. Pero, Sr. Salviati, no perdamos más tiempo.
SALVIATI. Si recuerdo bien, el primer argumento propuesto por el Sr. Simplicio fue el siguiente. La Tierra no puede moverse circularmente porque tal movimiento le sería violento y, por tanto, no perpetuo. La razón de que fuera violento era que, si fuese natural sus partes también se moverían naturalmente en círculo, lo que es imposible porque lo natural de sus partes es moverse con movimiento recto hacia abajo. A esto respondo que me hubiera gustado que Aristóteles hubiese hablado más claro cuando dice «Las partes también se moverían circularmente», porque este «moverse circularmente» puede entenderse de dos modos: uno es que cada partícula separada de su todo se moviese circularmente en torno a su propio centro, describiendo sus pequeños circulillos; el otro es que, al moverse todo el globo en torno a su centro en veinticuatro horas, las partes también girasen en torno al mismo centro en veinticuatro horas. El primer modo sería una impertinencia no menor que si uno dijese que en la circunferencia de un círculo es necesario que cada parte sea un círculo, o bien que puesto que la Tierra es esférica, es necesario que cada parte de la Tierra sea una bola, porque así lo requiere el axioma Eadem est ratio totius et partium. Pero sí entendía lo otro, es decir que las partes, a imitación del todo, se moverían naturalmente en torno al centro de todo el globo en veinticuatro horas, yo afirmo que lo hacen. Y a vos, sustituyendo a Aristóteles, os tocará probar que no.”